martes, 12 de julio de 2011

EL ESPEJO NEGRO.

Faltaban horas para el amanecer cuando ella lo invitó a pasar.

Sus oídos aún vibraban con los brindis, las risas y los cantos ajenos de aquel bar donde sus dedos y miradas se habían rozado furtivamente a cada choque de copas sin que nadie lo percibiese.

En el pequeño apartamento flotaba la calma, acentuada por la suave luz de una lámpara en el rincón de la sala. Más allá, en el centro del comedor, yacía una mesa rectangular de madera lacada, cuya negra superficie pulida duplicaba las estrellas que asomaban por la ventana.

Ella colocó sobre el rectángulo un par de vasos con hielo, un cenicero y dos botellas medio llenas, y sonrió al visitante para que se instalara en la cabecera. Sus sensuales cabellos castaños se reflejaron en la madera mientras llenaba los vasos y ocupaba lugar cerca de su invitado.

Dedicaron unos minutos a burlarse de los contertulios que habían dejado atrás, recordaron la letra que habían olvidado al cantar, brindaron por haberse conocido y rieron varias veces, prolongando el festejo que no tardó mucho en disgregarse.

Sus miradas y sus dedos resistieron el impulso de acercarse y se mantuvieron distantes. La plática condujo al pasado. Ella fue la primera en reflejar su dolor en la oscuridad de la mesa.

Le contó sobre los golpes, las humillaciones y las traiciones; sobre el divorcio de años, la incertidumbre constante y la batalla al fin concluida. Le contó sobre el silencio después de la tormenta, las heridas que aún no cerraban; pero que ya no dolían. Le contó sobre su soledad en la penumbra del cinematógrafo y cómo la había trasladado a su cuarto gracias al reproductor de video. Le contó sobre los cuerpos con los que había atenuado su desolación sin lograr conjurarla. Le contó sobre las sábanas enmudecidas al amanecer, los domingos tras el cristal de lluvia y las caminatas en el parque solitario.

El visitante contempló con ternura la imagen femenina invertida en el espejo negro y comenzó a reflejar sus propios abismos, los vestigios de penumbra que yacían en el fondo de su sangre.

Describió su regreso sin gloria, la infructuosa jornada con la derrota a cuestas y la esperanza de recobrar aliento en los brazos amados. Describió el abandonado departamento a oscuras; el periplo nocturno por la ciudad hasta la casa del amigo cuyos pies descalzos delataban la traición; el cabello desaliñado de su amada confirmando la sospecha; el silencio culpable en el automóvil de vuelta a casa. Describió el inútil perdón que no borra el pasado, que no repara lo que se ha roto para siempre. Describió las promesas de redención incumplida, el alejamiento, el dolor que poco a poco se convirtió en hastío y más tarde en rutina. Describió las madrugadas de agotamiento alejado del mundo, la soledad del televisor frente al sillón sumergido en el último cansancio, el entorno de fantasía construido por él mismo para sobrevivir en aquel letargo interminable.

Los lamentos se apagaron uno a uno en el cenicero mientras los vasos apuraban su contenido y las miradas vencían la resistencia de horas antes. Los dedos volvieron a rozarse, multiplicando su caricia junto a las estrellas que empezaban a desvanecerse en el silente reflejo de madera.

La ventana se teñía de azul cuando ella lo tomó de la mano y lo condujo al dormitorio.

En el espejo negro dos almas se fundieron en un beso.

Jorge Alveláis / Octubre 29 de 2010

1 comentario:

  1. Hay silencios muchos más elocuentes que las palabras y espejos negros mucho más transparentes que los restantes.En cualquier caso leo entre líneas y entre gestos.Un beso muy grande,amigo.

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